Se estremecían las curvadas vías ante la llegada del tren. Una luz parpadeaba y los cuatro ocupantes del andén se distribuían, alejándose, entre las oquedades del túnel. Llegó puntual un tren gris cargado de personas grises y blanquecinas, con semblantes serios o adormecidos. No había niños, nunca los había. Me preguntaba mañana tras mañana cuál era el motivo para tomar ese tren, a dónde llevaría. Nunca conseguí llegar a la última estación. Durante el trayecto las tristes figuras de los viajeros comenzaban a desmoronarse formando puzzles imposibles en el suelo. Las paredes del tren se comprimían como un pulmón al que le han cerrado la boca y se unían dejando tan sólo un pequeño hueco bajo los asientos. El traqueteo no cambiaba de ritmo. Cuando llegaba a la siguiente estación, las puertas se abrían y cerraban como mandíbulas. Sentía un miedo violento y fugaz estremecer mi piel…
Me volví a quedar dormido en el metro. Levanté la vista y vi desaparecer en la lejanía mi estación. No quedaba nadie en mi vagón. Un pequeño cartel colgaba de la puerta del maquinista, era el nombre del tren y rezaba algo como “monotonía”. Me pareció que ese tren nunca cambió de velocidad y que siempre pasaban las mismas vigas en los mismos túneles, los mismos días…
Volví a despertar. El libro que leía había resbalado de mis manos y mi parada, el fin de línea, estaba a punto de llegar.
Era el primer tren de la mañana. Yo conducía el tren. Me entregaba de nuevo a las aterciopeladas fauces de la monotonía.
sábado, diciembre 16, 2006
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