jueves, enero 25, 2007

El cambio

 Me asomé por la ventana tocando con mi frente el vidrio. Se empañó al contacto con mi piel y el vapor de mi respiración. La gente caminaba maquinalmente excepto el viejo regente del bar de la esquina que, sentado tras la barra, observaba la televisión con paciencia infinita ante la ausencia de clientela. Era un tipo huesudo, con unas entradas que se adentraron hace ya años hasta la coronilla. De su juventud le quedaba una ostentosa cicatriz en la cara, las patillas y la certeza de haberla malgastado. No era un hombre ni bueno ni malo, era un hombre que nunca había hecho nada. Fumaba tabaco negro y tenía las cuerdas vocales tan quemadas como la cafetera de su local. Todas las mañanas le echaba un vistazo y recordaba por qué decidí dar aquel giro a mi vida. Me acercaba como una locomotora a la treintena y crecía en mí la impaciencia por el éxito. No estaba dispuesto a derrochar mi vida en borracheras banales viendo partidos de fútbol, ni iba a dejar a los bancos cogerme por los huevos con una maldita hipoteca a cincuenta años. No iba a tragar con unos intereses subiendo y suplicando al director de la agencia que me diese una moratoria en el pago. Lentamente, en el duermevela de la juventud, me fui dando cuenta de que la sociedad no había cambiado desde los macacos de los que descendíamos. Seguía habiendo la misma estructura de poder piramidal. Había dominadores y esclavos, y desde que me convencí de aquello tuve muy claro de qué lado iba a estar aunque me costase la vida.
Durante los pocos meses que estuve trabajando honradamente desde aquella revelación me dediqué a explotar todos mis conocimientos y contactos en busca de información útil para alcanzar un éxito rápido. Graciosamente, todas las posibilidades que comprendí factibles rayaban o traspasaban ostensiblemente el umbral de lo legal. Cuanto más trasgredían el límite, más rentables me parecían. Si tenía una cualidad era mi ingenio y las ganas de aprender, así que me instruí en cuantos aspectos pensé que podrían resultarme útiles. Estudié química de explosivos, aprendí a manejar un arma con soltura, me puse más en forma, repasé mis conocimientos sobre telecomunicaciones y me informé del funcionamiento de seguridad tanto informática como humana en algunas empresas y bancos. No me fue difícil, pues exploté las buenas relaciones que mantenía con mis compañeros de la Escuela de Ingenieros. Al principio no tenía ningún plan ideado, ninguna idea concreta sobre lo que iba a realizar, pero tenía claro que me iba a divertir. Era emocionante. Siempre me habían gustado los deportes de aventura y ello me había convertido en un buen conocedor de técnicas de escalada, rafting, vuelo en parapente y buceo. Seguro que podía explotar todo ese conocimiento de alguna manera. Sólo era cuestión de tiempo que encontrase el modo de llegar a lo más alto. Pensaba que era el más listo, que podría conseguir cuanto me propusiese. Me sentía tan fuerte que me creía indestructible. La ambición y el ego se hicieron compañeros inseparables durante algunos meses. Era el mejor momento, el de mayor creatividad. Había visto decenas de películas y leído pilas de libros sobre robos, espionaje, criminales y ladrones de guante blanco. Un frío 29 de febrero caminando por el Retiro resolví echar la moneda al viento. Entonces pensaba que la suerte era sólo una ridícula forma de hablar de la probabilidad. Entonces no sabía demasiado, ni siquiera de mí mismo.

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