miércoles, marzo 25, 2009

Canción sabinera

Era verdad
aquello de que
me iba a gustar
no lo quise creer
y esa fue mi perdición
ahogado en un vaso de ron
me dio por perder
hasta el último peón

Y me caí
sin paracaídas,
en apenas dos días
con la memoria vacía
y sin botiquín

Así es como perdí
la próxima partida
con la lengua mordida
y sin nada de ti

Se veía venir
colgado como yonki el día de paga
como el rey en campo del barça
me quise morir

Y el tiempo pasó
y los silencios rompieron a hablar
de cuanto hube de callar
y todo volvió
al gris del las tardes de invierno
tan lleno de lamentos
que escupía al viento
mis ganas de amar

Regresaré a los domingos de lluvia,
a las sábanas desgastadas por un lado,
a los tragos de wishky barato
y la foto de mi rubia

En esta ciudad
llena de gente sin calma,
que juegan a vender su alma
con la apariencia fina
de las miradas perdidas

Pero no pienso dejar
que me vuelvas a conquistar
para luego dejar morir
cuanto puedo sentir
en unos labios que no puedo besar

martes, marzo 24, 2009

Libertad

En algún sitio he leído que la libertad es una aspiración lícita de cualquier persona y cualquier pueblo. De eso no tengo mucha idea. 

Tampoco del resto de cosas, pero tengo la sensación de que la libertad, es decir, la posibilidad de elegir de entre un conjunto de opciones no genera especial felicidad. Cuando sólo se tiene un camino para llegar a la meta, uno hace lo que puede para ir más rápido o más lento, pero no alberga demasiadas dudas. 

No deja de ser cachondo el título de este cuadro: “La libertad guiando al pueblo”



Sin embargo, las situaciones reales suelen tener dos características interesantes. La meta no es única (a veces ni siquiera conocida) y los caminos para llegar a ellas son diversos. La única forma de conocer cuál es el mejor camino es recorrerlo entero y descubrir la satisfacción que produce esa meta. Pero eso impide necesariamente recorrer el resto y conocer sus goces asociados. 

Si fuésemos partículas elementales (qué grande el libro de Michel Houellebecq) podríamos recorrer todos los caminos con cierta probabilidad pero igualmente esa combinación de caminos es a su vez uno nuevo, una instancia de las infinitas posibles combinaciones. 

Disfrutar el momento, cada paso del camino dicen que es una buena opción, pero puede hacer que te entretengas y nunca llegues a la meta. Tener un objetivo claro, una meta nítidamente definida puede impedir que disfrutes del proceso que te lleva a ella. Por otro lado siempre hay sucesos aleatorios que modifican  constantemente la vía por la que circulas. 

Supongamos que alguien nos dice cuál es la mejor meta posible y el mejor camino para llegar a ella. Parece un ejemplo más favorable. El hecho de que alguien nos lo diga podría restarle atractivo. Al llegar a la meta podríamos querer además otra meta, ser los primeros en tener dos metas. ¿Por qué no? 

¿Entonces el problema es la ambición? Eliminemos la ambición, las necesidades. Rollo budista. Adiós a las expectativas. Si no esperas nada, nada te decepcionará. Pero para lograr eliminar los sentimientos de infelicidad, también suele ser necesario abolir los de alegría. El nirvana, la monotonía absoluta, ¿es esa la mejor opción?

viernes, mayo 23, 2008

Lluvia en Mayo

Llueve continuamente desde hace dos semanas. No es un fenómeno climático, es un estado de ánimo. Mayo está triste.

Diría que quiere llorar hasta quedar puro. Limpiar cada recuerdo de los meses anteriores. Olvidar el invierno en la osera, olvidar la primavera soleada. Mayo está triste.

Pensaría que quiere desgastar la piedra lanzando gotas desde el cielo. Socavar la templanza de las cabezas que miran el firmamento.

Mayo quiere mojarte. Entrar por tus poros. Ser tu primavera triste. Quiere inundar tus recuerdos, ahogarlos en tristeza hasta que mueran.

Mayo me sabe ahora a domingo por la tarde. A manta y frío junto a la ventana, a goteo sobre las chapas. A carreras hacia el cubierto, a manos frías abrazando un café, a piel de gallina, a tardes con chaqueta, a sequía de sol. A lágrimas.

A Mayo le queda poco, pero si la primavera es otoño, ¿será invierno el verano?

sábado, enero 26, 2008

Antes de la batalla


El sol estaba a punto de despuntar por levante, plano sobre la mar en calma, mientras el rocío calaba hasta los huesos a soldados y galeotes, todos acurrucados y buscando la hedionda y cálida cercanía del más cercano. Nuestro capitán mayor se engalanaba para la batalla con ayuda de un paje. Aquello era un signo inequívoco de lo desesperado de la situación. La desventaja con la que partíamos era atroz. Nos hallábamos engolfados, con escasa brisa y a sotavento. Tres galeras enemigas, dos turcas y una holandesa, nos cortaban el paso a mar abierto encerrándonos en un golfo en el que no podíamos tomar tierra por hallarnos en tierras enemigas. Miré al cabo Faltriquera, catalán ex-comerciante y valiente soldado. Rezaba casi en silencio. No era el único. Algunos leían la última carta de sus esposas o algún texto religioso. El olor acre del miedo se filtraba por las rendijas de cubierta.

El capitán mayor se dirigió a proa. Alzó una mano indicando al timonel el rumbo a seguir. Con esa mar en calma no había estrategia posible. Resultaba imposible hinchar el velamen. Tendríamos que tirar solamente de la chusma. Aquella mañana hubo doble ración, tal vez la última, de sopas y vino muy aguado. Cómitre y sotacómitre levantaron sus látigos como si los impulsara satanás con urticaria. Juraban como si el infierno les atizara los calzones mientras los látigos restallaban contra las espaldas brillantes y ya ensangrentadas de los forzados.

Bogamos a buen ritmo virando a estribor en amago para forzar su movimiento de cierre. En su flanco zurdo estaba la nave más lenta. Una de las turcas, que era la mayor de todas, con mucha tela y remos, pero de movimientos más pesados. Si había alguna oportunidad de salir con vida de esta emboscada era aprovechar la mayor velocidad de nuestro navío, aunque sin viento poco íbamos a conseguir.

Estaba ya la tropa lista, agachada y escondida, escuchando el silbar de los cañones enemigos y los saltos de agua que provocaban al caer el plomo y la metralla.

El capitán parecía no inmutarse. Como si jugara una partida de ajedrez sabiendo que sólo podía perder, mantenía la mirada fija en la embarcación del enemigo. Sus hechuras, su porte y templanza eran dignas de su condición. El miedo que sentía no era visible a nadie que allí se encontrase. Aquel hombre sabía que probablemente iba a morir esa mañana por el rey un país ingrato y olvidadizo, demasiado envidioso y traicionero. Dado a acuchillar por detrás y sonreír por delante, gobernado por validos, sotanas y una tradición de gobernantes acomplejados y pusilánimes. Más preocupados por el qué dirán y los líos de faldas que por honrar a los hombres de honor que dieron su vida por su bandera y religión, demasiado adulados por su cohorte y envenenados de sus complejos y arrogancia.

Y ese capitán nos dirigía a todos a la muerte, la otra opción era esperarla allí mismo. Pero como que hay Dios, que un soldado español nunca daría un paso atrás. A ninguno nos cogerían vivo. Durante siglos habíamos sido el azote del mar de Levante, los reyes del Atlántico, temidos y respetados en toda Europa y el mundo conocido. El Imperio gobernante e ingobernable. La disciplina de nuestro ejército sólo era superada por su bravura. Las historias de los Almogávares, Pizarro o Cortés habían calado en lo más hondo de cada uno de nosotros. Ninguno iba a bajar la cabeza cuando tuviera la muerte frente a sus ojos. Esos turcos y flamencos pagarían muy cara nuestras vidas.

Tan pronto como la más pesada de la naves viró en nuestra busca, lanzando su persecución, viramos a babor entre los gritos del cómitre y las quejidos y de dolor y esfuerzo de los galeotes. Ganamos unos cuantos segundos antes de que pudieran descubrir nuestra intención, pero no fue suficiente. Aún llegaban a cerrarnos el paso y pocas maniobras se nos antojaban posibles.

El capitán realizó un nuevo gesto al mejor timonel y proamos hacia el centro de su nave. Íbamos a hundir nuestro espolón hasta su árbol mayor ante la más que cierta incredulidad del enemigo. La única nave que estaba en disposición de ataque en aquel momento aquella a la que estábamos embocando con tanta gallardía como inconsciencia. Enviaron una descarga de plomo que se llevó a algunos de los nuestros, dañando el trinquete y levantando astillas que se clavaron por todos los lados. Pero los daños no habían sido graves y no les daría tiempo a lanzar otra andanada.

Asimos nuestros arcabuces, toledanas y chuzos y al grito de ¡Santiago! y ¡Cierra España! nos lanzamos al último abordaje posible...

Inspirado por Corsarios de Levante, de Arturo Pérez-Reverte

martes, agosto 28, 2007

Hospitalidad

Existen aún lugares donde se agasaja al viajero. Donde las visitas se aprecian como un regalo que precisa una deslumbrante contrapartida. Hay casas donde te sientan a la mesa con toda la familia, donde eres uno más, pero ese día es fiesta.

Llegas cansado, tras un camino largo, una larga ausencia, pero el afecto sigue siendo el mismo. El tiempo se congeló el día que saliste de allí y hoy vuelve a funcionar. Tú respondes como puedes. Cuentas algo de tu vida, que escuchan con atención. Como en otro tiempo, en otros lugares, donde las noticias las traía el viajero. Las grandes historias llegaban por los caminos o carreteras. Cuando las novedades hacían soñar con lugares lejanos.

La gente se disputa tu compañía, un sitio junto a ellos en la mesa. Y tú, insignificante, te sientes importante. Parte de una gran familia.

Corre el vino y las palabras, comas lo que comas nunca es suficiente a sus ojos. Siempre te ofrecen permanecer más tiempo, contarles más cosas, acompañarles más.

Y tendrán luego su vida, que seguramente es muy distinta a la tuya y la mía, pero demuestran, en cuanto llegas, que hay cosas que hacen muy bien. Llevan la generosidad a su extremo, con los que están cerca de ti.

Porque ahí radica todo: generosidad. Esa palabra que sólo se oye cuando hay una catástrofe, donde tú das dinero y los bancos se quedan la mitad, por el servicio. Y es una de esas palabras, sin embargo, que hacen hermoso todo lo que tocan.

jueves, agosto 23, 2007

Sueño de una noche de verano II

Tuve que apretar unas cuantas clavijas para dar con información útil sobre el asunto. Un chico joven, amigo de la familia y perteneciente a la policía, me puso en la buena dirección. Al parecer un grupo de serbios, ex militares, estaban haciendo sus correrías por la ciudad.

Este dato no me dejaba especialmente tranquilo. Hace tiempo, tuvimos un pequeño escarceo con la mafia eslava y algunos de sus chicos acabaron en una fosa a tres metros bajo tierra. Hay quien se toma muy mal este tipo de desencuentros.

Seguramente MJ tenía algún problema de dinero y acudió a ellos, que obviamente convinieron en eliminar su deuda a cambio de un poco de colaboración.

En el mundo en que vivo el principal valor es la lealtad. Si traicionas a alguien, nadie te respetará. Eso le sucedió a MJ. Después de quemarla, no les servía de nada, así que se deshicieron de ella. La encontraron en una cuneta con un tiro en la frente.

La emoción que me provocaba este trabajo hace unos años estaba dejando paso rápidamente a una náusea desagradable. Cada vez me costaba más conciliar el sueño. No se debía a la conciencia, ni se me aparecía ninguno de los que había enviado al otro barrio. Simplemente me había ido ganando enemigos cada día. Entraba dentro del trato, ganabas mucho dinero. Es mejor no pensarlo demasiado. Pero la gente se lo toma como algo personal. Llevan muy mal la desaparición de parientes o amigos. Mucho me temo que este era el caso.

Los eslavos habían entrado con fuerza en la ciudad, inundando las calles con su mercancía y su ley. Las familias asentadas allí desde hacía años habían tenido que plegarse a las exigencias de los nuevos, que empleaban una violencia descomunal en esta zona. Esto creó un resentimiento brutal, y nos llamaron a nosotros. Tuvimos que hacer un par de trabajos para equilibrar las fuerzas. Eliminamos a algunos de los jefes y se restableció un orden diferente. No era nuestra guerra. Hicimos el trabajo, no liquidamos a nadie fuera del trato y nos fuimos. Nada personal. Cero problemas. Esa es la regla.

Pero como de costumbre, alguien no se lo ha tomado con tanta deportividad y ahora quieren cobrarse su impuesto. Parece que conmigo les valdría. El otro día tuve suerte. Unos gramos más de plástico y la planta entera podría haber saltado por los aires. Quien lo hizo, no pretendía matar a las familias que vivían allí. Sólo yo estaba en el encargo, pero falló. Dos días después encontraron un especialista en explosivos en una ribera del río con cuatro tiros no mortales. Era la típica forma de humillar hasta la muerte a quienes fracasaban. Cuatro tiros en las extremidades les impedían nadar. Nadie lograba mantenerse a flote durante más de un minuto. La muerte se producía por ahogo, normalmente entre las risas de algunos cavernícolas típicamente crueles y estúpidos.

Lo cierto es que ahora me tocaba el turno a mí. Ellos no se iban a quedar parados y estarían atentos en busca de nuevas oportunidades, así que no me quedaba otro remedio que actuar rápido. La operación debía comenzar ya.

Unos amigos me consiguieron todo lo necesario. Tenía información acerca de donde solían estar y un almacén donde guardaban algunas armas. Mi contacto de la policía me pasó un archivo con las huellas dactilares del jefe, un serbio llamado Mackiek. Se estaba haciendo famoso últimamente y había sido detenido y soltado sin cargos unas cuantas veces por falta de pruebas.

Mis fuentes me informaron de un cargamento de hachis, procedente del sur y que llegaría por la nacional, evitando autopistas.

No tenía demasiada ayuda. De hecho estaba sólo. Iba a ser divertido.

Lancé un rastreador adhesivo a la bañera del camión y me alejé de él lo suficiente para no llamar la atención. Unos dos kilómetros que me permitirían acercarme en menos de 60 segundos por aquellas carreteras cuando fuese necesario. Tuvieron que pasar más de 500 kilómetros hasta que se detuvo en una gasolinera solitaria en un pueblo de montaña. En el camión iban dos personas. El conductor paró a repostar y el acompañante se quedó dentro de la cabina. Seguramente iba dormido. La ventana estaba abierta, así que no me costó mucho dormirlo con una pequeña inyección de xilocaína en el cuello. Me quedé dentro de la cabina esperando que llegase el conductor. No percibió nada raro. Hizo algún comentario que no entendí mientras yo permanecía oculto tras los cortinas que tapaban la cama del camión. Arrancamos lentamente y a unos pocos kilómetros, en una zona de carretera ancha hice chascar mi revolver junto a su oreja. Entendió perfectamente su situación, así que no hizo falta decir más. Detuvo el camión con suavidad y lo sedé también. Até fuertemente al conductor y lo introduje junto a la mercancía: unos preciosos muebles rellenos de polvo blanco en el conglomerado. La extracción no suele ser sencilla y deja restos químicos, pero con el corte y la mezcla se disimulan convenientemente. Al acompañante lo dejé durmiendo y maniatado con una nueva dosis en el asiento. Tendría sueño durante las próximas 6 horas, más que suficiente.

Me puse la ropa del conductor y seguí camino. Sólo quedaban 200 kilómetros, que se hicieron bastante cortos, repasando los detalles del plan y planteando posibles variaciones o imprevistos. Todo debe estar mecanizado para que funcione rápido. Las llamadas al instinto te suelen meter en más problemas.

Llamé desde un móvil nuevo de tarjeta diciendo que el camión había sido redirigido. Los de la banda del chino se pusieron un tanto nerviosos, a juzgar por el intenso flujo de exabruptos que alcancé a oír. ¡Hay que joderse, qué malas pulgas!

Llegué al almacén de los serbios. Llamé a mi contacto de la policía, apreté el acelerador, me ajusté el cinturón e irrumpí en el almacén tirando la puerta abajo.

En ese momento, los cuatro operarios que charlaban apaciblemente en el interior de la nave se tiraron al suelo como quien prevé una bomba. La puerta cayó sobre unos de ellos dejándolo completamente KO.

Me quité el cinturón y salí por el lado seguro. Uno de los esbirros cogió un teléfono para hacer una llamada, mientras sus compañeros empuñaban, ahora sí, sus armas. Todavía se percibía su cara de estupefacción y de descontrol. Ese tiempo me vino muy bien para buscar la salida que no tardé en encontrar. Corrí hacia un monte cercano cuando escuché dos coches llegar a gran velocidad. Eran los de la banda del chino que se detuvieron de un frenazo detrás del camión y sin mediar palabra empezaron a soltar metralla contra la nave. Apenas recibieron contestación, no hubo fuego cruzado. Tan sólo leves ráfagas. Obviamente los tres eslavos no estaban para fiestas.

Pronto llegaron las primeras sirenas y aunque el tiroteo se alargó durante unos minutos, fue una mera farsa. No hubo gran resistencia.

Siete hombres de la banda del chino cayeron aquel día. Pero el camión estaba en dependencias de los eslavos. Alguno de ellos cantó y empapelaron al jefe con el camión.

Eso me daba una leve ventaja. Tendría unos meses de calma, hasta que se reorganizasen. Con un poco de suerte, quien tomase ahora la cabeza preferiría eliminar al anterior jefe encarcelado, por aquello de reducir riesgos. Eso solucionaría mi problema durante un periodo mayor.

Eran las 6:00 y amanecía tras la montaña. Llegué a mi hotel aún con la adrenalina fluyendo en mis venas. Bebí en una fuente pública, para evitar problemas. El ruido de los coches circulando por la carretera apenas me permitía oír mis propios pensamientos. Eso era lo mejor que me podía pasar. Atranqué la puerta con la silla, rompí la bombilla y la esparcí delante de la ventana en la parte de atrás y dormí plácidamente… durante los primeros 15 minutos.

jueves, agosto 09, 2007

Sueño de una noche de verano

La familia decidió que yo tenía que hacerme cargo del asunto. Nadie habló conmigo hasta que me comentaron lo delicado de la situación. No hubo preguntas. Tenía que acompañarla, llevarla a su casa y recoger el dinero. No parecía demasiado complicado, una misión más, de guardería. Esta vez no habría contratiempos. No tenía por qué haberlos. MJ lo había pasado mal. Desde la ruptura con su ex, se sucedieron los problemas. Lo típico, amenazas, gritos, azúcar en el depósito de combustible y ese tipo de putadas comunes entre amantes despechados. Ahora, sin embargo, la cosa se ponía un poco más seria, entretenida, como decimos en el oficio. Estaba el tema del dinero. Parece que MJ había ido reuniendo pequeñas cantidades que fueron finalmente descubiertas. Tendría que recogerlas en los próximos días si no quería perderlas. Habría que entrar de nuevo en la casa y recurrió a nosotros, tampoco había demasiadas opciones.

Despuntaba el alba en la estación del Norte. Cargamos la mochila en el tren. Los asientos no eran incómodos, aunque había mucha gente. No me gustan las aglomeraciones. Demasiados imprevistos, variables y aumento del riesgo. Elegí pasillo. Gajes del oficio. La ventana es golosa para francotiradores.

El tren comenzó su suave arranque convirtiendo las personas de la estación en sombras. Ir en un tren como éste se parecía a montar sobre una bala. Me veía cortando el aire con un silbido seco, preciso, cortante.

MJ estaba sentada enfrente de mi. No habíamos cruzado una palabra tras la presentación inicial. Intercambiamos entonces nuestros nombres y desde entonces únicamente yo he hablado. Dando pequeñas órdenes, como dónde colocarse, cómo cambiar de vestuario, color de pelo y gafas durante estos días. Nunca hubo respuesta por su parte. Simplemente ejecutó las órdenes.

Resultaba agradable mirarla, tenía cierto atractivo. Supongo que me recordaba a alguien. Pasaba los treinta. La piel morena y tersa. Sin lunares, sin pecas ni manchas en la piel. No había tatuajes ni señas indicativas. Eso ayudaría cuando fuese necesario para ella pasar desapercibida. Tenía, tal vez, la mandíbula demasiado ancha para mi gusto y los ojos muy negros. Siempre me han intrigado los ojos azabache, parecen esconder algo antiguo y cruel en su interior. Su complexión era atlética, podría correr en caso de que fuese necesario, y sus silencios, largos y enigmáticos.

Tres horas y media de viaje tranquilo. Sólo un pequeño imprevisto a mitad de camino al reconocer a un colega del gremio. Su sorpresa me indicó que hoy no me buscaba ni a mi ni a mi protegida, aunque no me resultaba cómodo que descubriese que estaba en mi misión. Cuanta menos información se comparta, mejor. Por supuesto no cruzamos palabra alguna. Un leve movimiento de ceja fue suficiente para ambos.

La estación de destino estaba tranquila. Podían distinguirse apenas cinco personas. Una madre con dos niños y dos operarios de la estación. No fuimos los únicos en bajar, pero todo el mundo pareció desaparecer a los pocos segundos de llegar. El tren partió inmediatamente. Más valía no dejarse el móvil en el asiento.

Me gustaba este sitio. Podías escuchar tus pasos al caminar, había varias salidas y espacios amplios. Las posibilidades de huída eran muchas en caso de encontrar complicaciones y si había fuego cruzado siempre quedaban las vías del tren. Se podían conseguir armas extra en la oficina de seguridad de la estación y el hecho de que fuese verano y el calor imperante ayudaba a distinguir los posibles hombres armados. Por supuesto, nada de eso fue necesario, pero saberlo da cierta seguridad.

No íbamos a perder el tiempo. Tomamos un taxi hasta su casa. Un edificio bastante reciente a las afueras de la ciudad. Eran las doce de la mañana y todo estaba muy tranquilo. Unos niños jugaban en un pequeño parque junto al edificio. Un joven con dos pendientes paseaba un perro, un labrador que buscaba la sombra desesperadamente.

Por fin abrió la boca, dijo que prefería no subir, que el dinero estaba en un doble techo del armario del cuarto de invitados. Ella me esperaría aquí. Desde luego no eran esas las instrucciones. Tenía que protegerla y recuperar la pasta. Así que le dije que de eso nada, que subía conmigo. Era importante tenerla siempre a la vista.

La cerradura dio dos vueltas mientras el acero se desplazaba saliendo del marco de la puerta. No se oía nada detrás. Desenfundé mi SW1911 con empuñadura de madera. Patada a la madera, vistazo rápido y... nada. Entré poco a poco. Ella permaneció en el umbral de la puerta. Me dirigí rápida pero cuidadosamente a la habitación de invitados, junto al retrete. Oí entonces un chasquido en la madera y la puerta principal cerrarse. Se había ido. Esto olía muy mal. Temí lo peor y salté a la bañera del baño contiguo. La boca abierta, los brazos en la cabeza y boooom. Todo saltó por los aires. El falso techo se vino abajo, los cristales reventaron y todas las alarmas supongo que se dispararon. Aturdido aún por la detonación, no podía oír nada. Me toqué los oídos, me dolían horriblemente pero no sangraba, afortunadamente. Levanté con mis piernas el armario que se había venido encima. Había mucho humo y era importante salir de allí cuanto antes. El pánico se había apoderado del edificio y los vecinos corrían despavoridos hacia la salida. Había sido una bomba de escasa potencia dado que yo seguía vivo y parece que no querían demoler el edificio. Iban sólo a por mi y no me interesaba ser reconocido vivo en ese escenario. Alguien se había tomado muchas molestias en liquidarme y más me valía que creyese que estaba muerto. Llegué hasta el garaje y me desplacé por el sótano del edificio hasta llegar a otro portal que diese al lado opuesto de la manzana. No podía dejar de toser debido al humo inhalado y los oídos no dejaban de pitarme. También allí había vecinos junto al edificio, que me miraban horrorizados mientras pedían una ambulancia y parecían decirme si me encontraba bien. Aún no podía oír nada.

Pero no tuve suerte al salir. Pude ver claramente a MJ sentada en un coche, aire tranquilo y acompañada de cuatro hombres. Y ellos me vieron a mi. Toqué mi SW pero había demasiada gente. ¡Maldita mosquita muerta! ¡Te iba a sacar ahora las palabras a cañonazos, joder! Volví al garaje y busqué otra salida al azar. La persecución estaba servida y había que seguir el protocolo habitual: ganar segundos con cada decisión, con cada movimiento había que recortarles el espacio. Primero inutilizar su vehículo y posteriormente a cada individuo, si fuese posible. El edificio era ancho y tenía todavía unos segundos antes de que llegase la policía. Ellos sabían que yo no había muerto. Dos preguntas estaban ya en el aire. ¿Quién coño eran? ¿Por qué me querían matar? Con la primera se respondería la segunda inmediatamente. No me faltaban amistades. Pero ahora lo acuciante era salir de allí. Busqué otro portal, miré entre el barullo que se aglutinaba en el parquecillo cercano y salí corriendo. Las calles eran muy anchas, había pocos lugares donde esconderse, pero allí no me podía quedar si no quería acabar a la sombra una temporada. Gané unos metros al coche que me seguía. Lo justo para saltar la valla de una urbanización cercana. Tres hombres salieron del coche y comenzaron a correr. Eran corpulentos y por su forma de moverse eran profesionales, probablemente ex militares. Europa del este casi sin duda. El cuarto conducía el coche, un A4 negro que se alejó con MJ. No dejé de correr durante varios kilómetros, intentando doblar cuantas esquinas pude para no habilitar una línea de tiro clara. Nos acercábamos al centro de la ciudad. A lo lejos se oían sirenas, que se acercaban al lugar de la explosión. Doblé la calle J. Bourne, el sudor empapaba ya todo mi cuerpo. Encontré por fin alguien que entraba en un portal a mi paso. Era un hombre joven, con el periódico bajo el brazo y una bolsa de la compra en la otra mano. Lo empujé hacia dentro y lo tiré en medio del portal. El más pequeño de los tres fue el primero en llegar. Le apuntó con el cañón de su pistola y le obligó a abrir la puerta. Yo había ganado, mientras tanto, otros 10 segundos... que se quedarían en nada si no encontraba una salida de este lugar. Llegué al primero. Una patada, dos. En la tercera cedió la puerta. Una vieja atemorizada se escondía en el salón. Busqué la ventana del lado opuesto. Me descolgué y salté. Salí corriendo a la farmacia de enfrente. Los farmacéuticos tienen la costumbre de vivir sobre la farmacia. Habitualmente hay acceso directo. Entré en la rebotica sin mediar palabra. Rompí un par de estanterías para asegurarme de que llamaban a la policía. Hubo suerte. La puerta estaba al fondo y con la llave puesta. Me daba acceso a la vivienda. La farmacia se ubicaba en un bloque enorme de edificios que completaba una manzana. Esta vez salí por la puerta de su casa y subí hacia la azotea. La persecución estaba llamando la atención. Empecé a oír sirenas. Esto me daría algún tiempo extra. No podrían hacer tanto ruido en la persecución a no ser que fuesen de la secreta, y no parecía el caso. Desde la azotea crucé toda la manzana, reventé la puerta de descenso al edificio y cogí tranquilamente el ascensor. Había ganado mucho tiempo, pero aún no estaba hecho. Puede que encontrarlos en el portal de salida donde estalló la bomba no fuese una coincidencia. Me quité la ropa. Podría tener localizadores. Tendrían que estar en la ropa. No podrían ser implantes ni ingeridos. No me había quedado dormido en el tren, no había bebido ni comido nada y no había pasado por un médico desde hacía un año; desde aquel otro tiro que me rozó el hombro. Paré en el primero. Llamé a la puerta. Cuando un tío barrigudo, con barba de dos días en camiseta de tirantes y calzoncillos abrió, di una patada a la puerta. Habría costado más convencerlo de que me dejase pasar y cediese su ropa. Cerré la puerta y juntos esperamos que sucediesen acontecimientos. Llegaron los tres hombres armados al ascensor. Revisaron la ropa y juraron en una lengua eslava. Miraron por el pasillo, pero no se decidieron a tirar ninguna puerta abajo debido a lo cercano de las sirenas. Además, podía estar ya muy lejos de ese edificio.

No fue hasta unas semanas después que encontré la primera pista hacia el paradero de MJ y la identidad de sus nuevos amigos...