sábado, enero 26, 2008

Antes de la batalla


El sol estaba a punto de despuntar por levante, plano sobre la mar en calma, mientras el rocío calaba hasta los huesos a soldados y galeotes, todos acurrucados y buscando la hedionda y cálida cercanía del más cercano. Nuestro capitán mayor se engalanaba para la batalla con ayuda de un paje. Aquello era un signo inequívoco de lo desesperado de la situación. La desventaja con la que partíamos era atroz. Nos hallábamos engolfados, con escasa brisa y a sotavento. Tres galeras enemigas, dos turcas y una holandesa, nos cortaban el paso a mar abierto encerrándonos en un golfo en el que no podíamos tomar tierra por hallarnos en tierras enemigas. Miré al cabo Faltriquera, catalán ex-comerciante y valiente soldado. Rezaba casi en silencio. No era el único. Algunos leían la última carta de sus esposas o algún texto religioso. El olor acre del miedo se filtraba por las rendijas de cubierta.

El capitán mayor se dirigió a proa. Alzó una mano indicando al timonel el rumbo a seguir. Con esa mar en calma no había estrategia posible. Resultaba imposible hinchar el velamen. Tendríamos que tirar solamente de la chusma. Aquella mañana hubo doble ración, tal vez la última, de sopas y vino muy aguado. Cómitre y sotacómitre levantaron sus látigos como si los impulsara satanás con urticaria. Juraban como si el infierno les atizara los calzones mientras los látigos restallaban contra las espaldas brillantes y ya ensangrentadas de los forzados.

Bogamos a buen ritmo virando a estribor en amago para forzar su movimiento de cierre. En su flanco zurdo estaba la nave más lenta. Una de las turcas, que era la mayor de todas, con mucha tela y remos, pero de movimientos más pesados. Si había alguna oportunidad de salir con vida de esta emboscada era aprovechar la mayor velocidad de nuestro navío, aunque sin viento poco íbamos a conseguir.

Estaba ya la tropa lista, agachada y escondida, escuchando el silbar de los cañones enemigos y los saltos de agua que provocaban al caer el plomo y la metralla.

El capitán parecía no inmutarse. Como si jugara una partida de ajedrez sabiendo que sólo podía perder, mantenía la mirada fija en la embarcación del enemigo. Sus hechuras, su porte y templanza eran dignas de su condición. El miedo que sentía no era visible a nadie que allí se encontrase. Aquel hombre sabía que probablemente iba a morir esa mañana por el rey un país ingrato y olvidadizo, demasiado envidioso y traicionero. Dado a acuchillar por detrás y sonreír por delante, gobernado por validos, sotanas y una tradición de gobernantes acomplejados y pusilánimes. Más preocupados por el qué dirán y los líos de faldas que por honrar a los hombres de honor que dieron su vida por su bandera y religión, demasiado adulados por su cohorte y envenenados de sus complejos y arrogancia.

Y ese capitán nos dirigía a todos a la muerte, la otra opción era esperarla allí mismo. Pero como que hay Dios, que un soldado español nunca daría un paso atrás. A ninguno nos cogerían vivo. Durante siglos habíamos sido el azote del mar de Levante, los reyes del Atlántico, temidos y respetados en toda Europa y el mundo conocido. El Imperio gobernante e ingobernable. La disciplina de nuestro ejército sólo era superada por su bravura. Las historias de los Almogávares, Pizarro o Cortés habían calado en lo más hondo de cada uno de nosotros. Ninguno iba a bajar la cabeza cuando tuviera la muerte frente a sus ojos. Esos turcos y flamencos pagarían muy cara nuestras vidas.

Tan pronto como la más pesada de la naves viró en nuestra busca, lanzando su persecución, viramos a babor entre los gritos del cómitre y las quejidos y de dolor y esfuerzo de los galeotes. Ganamos unos cuantos segundos antes de que pudieran descubrir nuestra intención, pero no fue suficiente. Aún llegaban a cerrarnos el paso y pocas maniobras se nos antojaban posibles.

El capitán realizó un nuevo gesto al mejor timonel y proamos hacia el centro de su nave. Íbamos a hundir nuestro espolón hasta su árbol mayor ante la más que cierta incredulidad del enemigo. La única nave que estaba en disposición de ataque en aquel momento aquella a la que estábamos embocando con tanta gallardía como inconsciencia. Enviaron una descarga de plomo que se llevó a algunos de los nuestros, dañando el trinquete y levantando astillas que se clavaron por todos los lados. Pero los daños no habían sido graves y no les daría tiempo a lanzar otra andanada.

Asimos nuestros arcabuces, toledanas y chuzos y al grito de ¡Santiago! y ¡Cierra España! nos lanzamos al último abordaje posible...

Inspirado por Corsarios de Levante, de Arturo Pérez-Reverte

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