De pequeño creía en los superhéroes con superpoderes. Me gustaba el oficio de salvar el mundo, que quieren que les diga, cada uno tiene sus vicios y depravaciones. Me parecía un trabajo honesto. Seguramente no lo consideraba exactamente con esas palabras. En mi cabeza de niño (nunca he tenido la cabeza pequeña, y hablo estrictamente del diámetro) no cabían muchas opciones. Al que le toca, le toca. Si eres capaz de subirte por las paredes, de volar, si te has caído en la marmita de bebé o si mueves objetos con la mente, lo único sensato que puedes hacer es ponerte un ridículo traje y jugarte los cuartos con el alter ego de turno. El supervillano de la página siguiente.
Con el tiempo, vas olvidando a esos hombres y mujeres que tantas veces salvaron el mundo y te sumerges en esta nuestra realidad. Aquí, en el epílogo de este TBO, los políticos son supervillanos y trincan todo lo que pueden. Ni siquiera llevan antifaz, ni inventan nuevos artefactos malignos para salirse con la suya. Son extremandamente cutres, sin ningún tipo de glamour ni inteligencia. Tienes motes o alias igual que los presidiarios, con cara de puteros, engominados, con las sobaqueras deshidratadas al estilo Camacho y un tufo a ladrillo que espanta. También hay superpolis corruptos, que se meten al bolsillo parte de lo que decomisan para darse un suplemento. Están los supergilipollas adolescentes que tienes que cruzar todos los días en la calle, mientras se dedican a mear en las escaleras del metro, a mirar como si perdonasen la vida o a destrozar las jardineras en mi camino al curro. Aquí un tipo que nace con todos los defectos patrios, Torrente, se convierte en un ídolo de masas idiotas...
Y piensas entonces, en calzarte unos gallumbos rojos o a rayas azules y blancas, tomarte un poco de la poción, quitarte las gafas (importante para no ser reconocido), pasar unos cuantos insectos por los campos de broccoli que cultivan ahora en Chernobyl y comértelos a carrillos llenos. Armarte con una superpistola láser, no sé, algún invento volante, algo que mole de verdad. Y liarte a repartir cera a diestro y siniestro. En plan justicia de la buena. Nada de entro a la cárcel, me río de los gilipollas que cumplen la ley y salgo en dos horas. No. Aquí estoy hablando de soltar las suyas y las del pulpo. Adrenalina a tutiplén, hostias como panes, a manos llenas, "estos simpáticos romanos". Y después, satisfecho, con el deber cumplido y unas gotitas de sudor que te den un toque humano, recibir una ovación de unos ciudadanos felices de que alguien vele por sus principios.
Pero te das cuenta de que eres un panoli, que como mucho parece que vas una fiesta de disfraces, que hasta los críos de 10 años con pendiente y melena con caracolillos se ríen de ti. Las mallas te están dejando los huevos como guisantes. Además, con las prisas y la exaltación, la llamada del deber ha sido demasiado urgente y te has dejado las llaves del piso detro. Tienes que ir con la cabeza gacha, tus invento volante bajo el brazo y la capa entre las piernas a decirle a tu casero que esto no es lo que parece y que si, por favor, te puede abrir. Y es que ese tipo de contingencias nunca aparecen en los comics, ni en las películas americanas, pero aquí, en Iberia, los malvados siempre ganan, los buenos son tontos, imbéciles son los que no han trincado con el ladrillo y los ideales, motivo de mofa y escarnio.
miércoles, julio 11, 2007
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1 comentario:
¡Genial! Entre las ostias como panes y los huevos como guisantes me he partido el hojaldre.
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