Durante años, la pedagogía ha tenido una preocupación enorme por llegar a todos y cada uno de los alumnos en un aula, en fomentar la necesidad de integración de manera que el aula se convierta en un entrenamiento donde se mejoren las aptitudes y habilidades sociales de los futuros ciudadanos. Supuestamente no sólo se conseguirían ciudadanos cada vez más cultos, mejor preparados para la sociedad, sino transformadores sociales.
Paralelamente a los pedagogos, los políticos han sentido la necesidad de conformar un sistema educativo inútil y por eso cambiante en cada legislatura (en el caso español).
Obviamente los políticos han triunfado en su empresa, tratando de crear un sistema inservible y llevando a los pedagogosa al fracaso en su utopía revolucionaria. Actualmente, y dejando un poco al margen las tasas de alfabetización cualquier país de la Europa de Este nos sacaría los colores en cuanto al nivel cultural de sus estudiantes. No hablemos ya de países como China, Japón, Corea o la India. Se nos caería la cara de vergüenza (si tuviéramos) ante la capacidad técnica o matemática media de sus alumnos escolarizados. Son sistemas rígidos, con una disciplina impuesta muy fuerte y donde se da una gran importancia a los contenidos técnicos. Se podrán poner muchos peros en cuanto a los contenidos sociales de esa educación, la libertad o pobreza de algunos de estos países, pero fijémonos en la evolución de esas sociedades en los últimos años y sobre todo en su proyección futura.
En España preferimos un sistema donde se menoscabe cualquier tipo de autoridad o disciplina. La autodisciplina es una gran virtud que en ningún modo se fomenta y que debe ser educada.
La consecuencia del sistema creado, tan extremadamente efímero y débil, son unos alumnos seguidores de la nueva autoridad: los macarras. Estos imbéciles ignorantes se han hecho fuertes en nuestras aulas, lugares donde el profesor no tiene herramientas para reivindicar su autoridad. No podemos pedir a nuestros profesores que manejen, exitosamente y sin herramientas fuera de su habilidad personal, grupos de gente con saboteadores entre ellos.
Los pedagogos, que pensaron crear en las aulas incubadoras de una sociedad más justa y libre, han visto como muchos de esos individuos pasan sin pena ni gloria los años más fétiles de su vida.
Si los contenidos no han mejorado ostensiblemente en los últimos años, donde más advierto el fracaso del actual sistema es en la formación de personas autónomas. Personas con criterio propio, poseedoras de un conjunto de principios claros para gobernar su vida. Personas fuertes que sepan afrontar los problemas diarios de forma inteligente. Individuos que se movilizen por algo que no sea el derecho a ver el mundial de fútbol, el derecho al botellón o el horario de cierre de los bares.
El valor del talento adquirido, la constancia, la honradez o el gusto por el trabajo bien hecho, han desaparecido en pos de la mediocridad y el escaqueo.
Se han intentado eliminar valores procedentes de la tradición o de la cultura cristiana tradicional en muchos casos con un ánimo únicamente rupturista. No nos hemos preguntado cuáles eran positivos y cuáles negativos. ¿Nos hemos preguntado que tipo de sociedad queremos? ¿cómo prodríamos mejorarla? ¿qué valores queremos fomentar?
El vacío de valores que antes eran copados por la Iglesia y un estado totalitario, no se ha sutituido por unos nuevos principios éticos de igual poder. El estado parece actualmente incapaz de fomentar valores más allá de la demagogia, el populismo y el oportunismo. Sabemos que adquirir nuevos conocimientos y crecer como personas es una tarea complicada pero también sabemos que la educación es el camino. ¿Por qué nuestros gobernantes no se lo toman en serio? Tal vez de deba a que ni siquiera nosotros lo tomamos en serio.
Durante siglos se ha luchado en nuestro continente por el derecho a una educación universal. Ha costado cientos de años llegar a conseguirlo y tan pronto lo hemos adquirido, en apenas un siglo, hemos olvidado que se trata de un derecho fundamental.
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