Hasta hace no mucho, esta tarde, concretamente, no me había preguntado cuál era la razón por la que tenemos hijos. Esos pequeños animalitos arrugados que nacen de los vientres de nuestras hembras tras infaustos dolores y meses de antojos excusados.
Algún amigo mío argumenta que es una razón egoísta: queremos que nos cuiden cuando seamos mayores. No queremos morir solos. También dice que si lo pensásemos bien no traeríamos hijos al mundo. De hecho --añade--, si nos extinguiésemos, eso que llevaría ganado el mundo.
No puedo quitarle completamente la razón y por suerte, no creo que nadie le vaya a obligar a reproducirse. Sin embargo, es habitual la necesidad de las mujeres, principalmente, y de los hombres por dejar su carga genética aún tras su desaparición.
Prescindiendo incluso del concepto del Creador en el mecanismo (aún desconocido) de creación de la vida, parece innegable que la vida busca su propia perpetuidad. Desde el momento en el que la vida se originó en un ser unicelular, ha necesitado de mecanismos que le permitieran sobrevivir en su entorno y asegurar la continuidad de la vida (de otros seres) incluso tras su propia muerte. Es como si en realidad la vida fuese un ente de un orden superior que se nutre o salta de unos individuos a otros en un proceso de continua búsqueda de la perfección. Perfección entendida como adaptación eficaz y ventajosa respecto a quienes compiten también por sobrevivir. Todo ser vivo se plantea en esta hipótesis como una mera herramienta de la vida y sirve casi exclusivamente al recurrente concepto de Vida.
La Vida, en su intento de perpetuarse y de sobrevivir a los individuos concretos o las especies, establece mecanismos sobre cada individuo y sobre las especies. Los pone a competir entre ellos y les introduce instintos apropiados acompañados de sensaciones placenteras cuando realizan las tareas para las que fueron creados como instancias concretas de un concepto general.
Pero llega el hombre, con su salto evolutivo y la conciencia de sí mismo como individuo. Y se plantea la necesidad de sucumbir a los planes de la vida, al lento, exploratorio y machacón algoritmo genético, al plan de Dios o al plan de Darwin. Todo estaba previsto, el sexo permite a los indivuduos cambiar, crear copias mejoradas de si mismos. La muerte elimina los individuos obsoletos dejando generaciones más aptas (creo que la convergencia ya está demostrada). Pero nosotros, decimos ¡hasta aquí hemos llegado! ¿Por qué vamos a reproducirnos? ¿Qué cojones me importa a mí el plan que tenga la Vida, Dios o la madre del Rey?
Y la única respuesta que se me ocurre es que lo necesitamos. Tanto como comer, respirar o beber. Tanto como aprender para sobrevivir. Estamos programados para ello. Tenemos el instinto, la necesidad y además obtenemos la recompensa momentánea. Y es una necesidad brutal, animal. Necesitamos el sexo (la publicidad vive de ello), pero no sólo eso, necesitamos vernos a nosotros mismos perpetuados. Porque en el núcleo de nuestro programa está implementada la supervivencia junto a la muerte.
Alejarnos de nuestros instintos, del parsimonioso proceso de búsqueda genética nos permite, a veces, adelantar nuestra evolución, pero ¿nos hace más felices?
jueves, mayo 17, 2007
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